| REAL CRÓNICA DE JULIO DE 1647GACETA MILITAR Cuartel de campaña de los Cazadores de Montaña -Bien, monsieur Wirdheim, aquí está vuestro despacho, y la escarapela que a partir de ahora podréis lucir en vuestro ropaje, cualquiera que éste sea, para mostrar con orgullo que habéis servido en el Regimiento de Cazadores de Montaña de Su Majestad. También vuestra paga, que además queda complementada por el derecho de botín y saqueo. Con esto, quedáis licenciado de los Cazadores de Montaña de Su Majestad y podéis reincorporaros a vuestro Regimiento de origen, conservando rango y posición. Eric Wirdheim vaciló un momento antes de recoger lo que se le ofrecía. Habían sido unos meses duros, muy duros. De dormir en el fango, de atacar por sorpresa al amanecer como rutina, de vivir del terreno, cosa que no siempre calmaba el hambre, y de pasar frío incluso en el mes de julio. Pero también de camaraderías inquebrantables de ésas que sólo se forjan al estar cara a cara con la muerte, de excitación ante el ataque, de satisfación por la victoria... y de botín. Finalmente tomó lo que le ofrecía el furriel y, con un saludo, dio la vuelta y se dirigió al árbol donde había dejado atado a su caballo. Guardó todo en la bolsa bajo la silla de montar, desató al caballo, montó, y puso rumbo a Valonia, donde le habían dicho que los Carabineros de la Reina estaban acampados esperando entrar en acción. Pocos minutos después se detuvo de repente: había olvidado algo. Con una sonrisa, metió la mano bajo la silla de montar, sacó la escarapela, no sin un poco de esfuerzo para encontrarla, la alisó con los dedos y se la ató en el brazo derecho con un gesto orgulloso, tras lo cual reemprendió la marcha para reunirse con sus antiguos camaradas. * * * 
R.I.P. * * * ECOS DE SOCIEDAD Julio del Año del Señor de 1647. Cathédrale Notre Dame, Île de la Cité, sede de la Archidiócesis de París. Su Excelencia el flamante Arzobispo Bernard Robier seguía con decisión al flacucho sacerdote que le guiaba por los pasillos interiores de la Cathédrale de Notre Dame, en dirección a lo que iban a ser sus aposentos por mucho tiempo. Según avanzaban atrás quedaban el olor a incienso y a cera quemada y se apagaban las voces de las gentes: el rumor de los fieles en las plegarias, con sus súplicas y lloriqueos, o los sentidos agradecimientos por la intercesión de los santos, o los gritos de los curas llamando al orden. Al verlo caminar con tanta determinación, nadie diría que el reciente arzobispo libraba una encarnizada lucha interior por sobreponerse a la flojera que se había adueñado de su vientre y que amenazaba con hacerle protagonista de un bochornoso espectáculo de lo más desagradable. Los nervios habían anidado en su estómago, abrumado sobremanera por la trascendencia del templo que constituiría su nueva residencia, provocándole náuseas y punzantes dolores entre otros síntomas. Cada pisada constituía una gran triunfo en su guerra particular hacia la victoria final: alcanzar sus estancias sin perder la dignidad. Como táctica había resuelto fijar la mirada sobre tonsura perfectamente circular del religioso que le precedía y contar mentalmente todos los pasos realizados desde que cruzaron el pórtico de la catedral: «doscientos veinticinco, doscientos veintiséis, doscientos vientisie...» -Aquí es -interrumpió súbitamente el sacerdote la cuenta de Robier al tiempo que empujaba una puerta doble de madera y la abría lentamente, asomando una estancia rebosante de luz natural-. Sed muy bienvenido, Excelencia. Cualquier cosa que necesitéis no dudéis en avisarme. Ahora mismo os suben vuestras pertenencias; voy a controlar que no se extravíe nada, que no sería la primera vez- y dicho esto marchó por donde habían venido dejando a Robier solo, inmóvil frente a la puerta abierta de la cual salía un chorro de luz que daba de pleno en la figura del arzobispo proyectando su sombra sobre el muro del pasillo. «Doscientos veintisiete», apuntilló. Le costó decidirse a entrar, aunque finalmente irrumpió como impulsado por un resorte debido a un fuerte retortijón de tripas. Rememoró entonces lo mucho que también se impresionó cuando ingresó por primera vez como abad en el convento dominico de Saint-Jacques. Se obligó a concentrarse en inspeccionar sus nuevas habitaciones para intentar serenarse. En la que se encontraba hacía la función de despacho y de sala de recepciones. Era una sala rectangular, amplia aunque no tan espaciosa como la que disponía en el Obispado, con un gran ventanal en la pared opuesta a la entrada sobre el que el sol estival incidía de lleno. Bernard se acercó a la cristalera y miró a través de ella para asombrarse con unas vistas extraordinarias de buena parte la Îlle de la Cité en medio del río Sena. Cerca del ventanal, en las otras paredes de la sala, dos puertas se encaraban a derecha e izquierda. Abrió la de su derecha y accedió a un dormitorio de dimensiones algo justas, el cual, tal y como sucedía con el despacho, habían amueblado muy austeramente. «Por suerte eso tiene fácil solución», caviló, y no le costó ningún esfuerzo imaginarse lo bien que quedaría un mobiliario más acorde a sus preferencias y buen gusto. Aliviado por la inminente posibilidad de desahogarse, se aproximó al lecho y se arrodilló para coger el orinal, pero para su gran desconcierto no encontró ninguno bajo la cama. Alarmado por el cariz que estaba tomando el asunto, rebuscó resoplando en el armario, en las cajoneras, en un viejo baúl, pero nada tampoco, ni rastro. Salió de la alcoba mordiéndose el labio inferior, con las dos manos sujetándose la barriga, el culo apretado y unos andares un tanto extraños. En ese momento abrió la última puerta y lo que descubrió le dejó totalmente sorprendido: se trataba de una pequeña recámara con una "silla excusada" como único mueble, encajonada porque no cabía nada más ahí dentro. Tanteó el asiento con curiosidad pues nunca antes había visto ninguno, si bien ejerciendo sus funciones como Ministro de Exteriores sí que había oído hablar de la existencia de esos cuartos en algunos palacios para que los miembros de la realeza hicieran sus necesidades en la intimidad. Elevó los ojos al cielo dando las gracias a Dios nuestro Padre Celestial y mientras se levantaba apresuradamente las faldas del hábito se preguntó qué se sentiría al cagar como un rey. * * * -¡Una bala!, ¿os lo podéis creer? ¡Una bala que un poquito más a la derecha hubiera acabado conmigo como si de un simple venado se tratara! ¡Ouch! Duele... ¡Traedme vino, al menos! ¡Cof, cof, cof...! El médico aprovechó que el ataque de tos acallaba a Jean Parrot, para echar una mirada de soslayo llena de compasión a Evelyne Garabedien. La dama mostraba una mirada de preocupación a su marido, quién por poco no había caído en combate en las postrimerías de una acción arriesgada en el frente, la misma acción en la que había caído una buena parte de su antiguo Regimiento y también la mayoría de la Guardia de Dragones, entre ellos Olivier de Burrows. Mientras fijaba y tensaba el vendaje en el torso del marsellés, el médico tampoco pudo evitar fijarse en el vientre que la dama no paraba de acariciar, un poco más abultado de lo habitual. "Vaya..." -pensó. Finalmente, dando unas palmaditas a la pierna del barón, el médico dio por conclusa su visita: -Excelencias, iré viniendo estos días pero sería aconsejable reposo absoluto y... si me lo permitís, monsieur le Baron, sería la hora de empezar a pensar que ya no sois un joven cadete si no un veterano oficial... no sé si me entendéis... Fingiendo no advertir que estaba siendo fusilado por la furibunda mirada del marsellés, el médico efectuó una reverencia a la baronesa y tras coger su maletín salió de la estancia. * * * Mediodía en el patio principal del Louvre, con un sol abrasador que quemaba las baldosas. Entre el bullicio habitual a esa hora, un carruaje se abría paso con cierta dificultad, hasta que finalmente se detuvo delante de la puerta principal. Un paje, vestido con la librea de la casa Du Magné, saltó del pescante, colocó una pequeña banqueta frente a la puerta del carruaje, a modo de escalerilla, y abrió respetuosamente la puerta. Un instante más tarde, le Baron du Magné descendió del carruaje. Sus ropajes, sin caer en ese exceso de ostentación tan frecuente hoy en día, denotaban una buena posición. Llevaba en la mano un rollo de lata con sus credenciales y su carte de noblesse: no quería arriesgarse a dejarlos en manos de uno de sus ineptos criados. En el breve tiempo en que éstos retiraban la escalerilla, se quedó contemplando la fachada del palacio. No sabemos lo que pasó por su mente en esos breves instantes, pero casi de inmediato emprendió con paso decidido la ruta hacia la puerta principal seguido tres pasos atrás por su paje, mientras el carruaje se retiraba hacia una zona donde poder esperarlo. EL CABALLERO DEL MES El título de Caballero del mes corresponde a: 
 EL PATÁN DEL MES El título de Patán del mes corresponde a: 
 NOMBRAMIENTOS HABIDOS ESTE MES 
 ANUNCIOS DE PRESENTACIONES A CARGOS 
 
 _ ------------ Inicio de la estacion de OTOÑO ------------ 
 
(*: El Gobernador Militar de Paris necesita nivel social 10; los demas, 8) AGRADECIMIENTOS A Jordi, por la desopilante crónica de la llegada de Bernard Robier al arzobispado. A Enric, por la crónica de su convalecencia. NOTAS DE LOS ÁRBITROS Bueno, seguimos pasando el verano (invierno para algunos, ya lo sé, ¡pero es que la acción se desarrolla en París, como bien sabéis! Por cierto: Los que no hayáis votado aún en el Doodle de la barbacoa, por favor hacedlo; además de poder elegir bien la fecha, me servirá para saber cuántos seremos aproximadamente. FECHA LÍMITE PARA EL PRÓXIMO TURNO El plazo de entrega del próximo turno finaliza el viernes, 5 de septiembre de 2014, a la medianoche (hora española peninsular). ¡Hasta pronto! ®"En Garde!" es una marca registrada de Margam Evans Limited |